La ley de Violencia de Género

Corría el año 2004 cuando ZP, más tarde conocido como "el Atila de León", llegó al poder. Henchido de orgullo por la superioridad moral que la izquiedra se auto atribuye, excretó la infame ley de Violencia de Género, un mamotreto legaloide que hubiera podido firmar el sumo inquisidor Torquemada. En él se dan por verdades de fe supuestos tales como la innata brutalidad masculina o la situación de discriminación que sufre todo mujer por el hecho biológico de serlo. De un plumazo se cepilló la igualdad ante la ley, la presunción de inocencia y la equidad de las penas respecto del delito cometido, entre otras perlas de elevada ciencia jurídica. El estamento judicial asumió tales delirios progres con la docilidad acostumbarada, la propia del lacayo agradecido. Las pocas voces que pusieron el grito en el cielo, como el juez Serrano de Sevilla, fueron convenientemente silenciadas y apartadas del servil estamento judicial.
Rápidamente florecieron por cientos las asociaciones, observatorios, institutos y demás formas de trinque del dinero público que decían "trabajar" por la noble causa de la igualdad de la mujer. Poco importó que su eficacia en evitar agresiones a mujeres fuera nula, menos aún que en su fracasado intento miles de hombres inocentes acabaran con sus huesos en la cárcel o infamados, estigmatizados y destrozados, lo de menos fueron la legíon de niños que vieron cómo su papá desapareció de sus vidas o se convirtió, de un día para otro, en una presencia testimonial y secundaria, y para qué hablar de que ni de lejos es España un país puntero (¿en qué lo somos?) en maltratar a nuestras mujeres.
En efecto, la del maltrato fue -y sigue siéndolo- una burbuja paralela a la de la construcción, una enorme industria levantada sobre falsos pies de barro, de sangre y de mentira. Quizá -quién sabe- el propósito de la ley fue honesto y la preocupación por la suerte de algunas mujeres fuera sincera. Pero lo cierto es que tal propósito se convirtió muy pronto en una forma miserable de lucrarse con fondos públicos y de utilizar espuriamente la ley para conseguir ventajas privadas.

Pocas veces como en este caso, es tan pertinente la distinción entre ley y justicia. Hitler actuó siempre dentro de la ley, la que él mismo promulgó.

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